LA
FIGURA DE LILITH EN DESEOS
Abel Moreno Archilla
Sostenían los babilonios que el
hombre primitivo era andrógino[1]. Dicha
afirmación sería reiterada, siglos después, por el mito platónico: en los
comienzos de la humanidad había hombres, mujeres y andróginos; cada individuo poseía
dos caras, cuatro brazos, cuatro piernas y dos cuerpos unidos; un día los
dioses dividieron en dos al grupo de los terceros y desde entonces cada mitad
trata de encontrar a su mitad complementaria ya que, mediante el acoplamiento
de dos mitades disímiles, se creaban nuevos seres humanos[2]. Se
debe advertir que la historia de Platón sólo se propone explicar el amor, y la
división entre sexos se toma como punto de partida. Esta división supone,
entonces, la sexualidad: el conjunto de condiciones anatómicas y fisiológicas
que caracterizan a cada sexo. Para el caso manejaremos una segunda acepción; la
que corresponde al apetito sexual, a la propensión al deseo carnal. En la
siguiente monografía no se pretende tratar la sexualidad a partir de
fundamentos científicos, sino acercarse al papel respectivo de ambos sexos para
descubrir en la novela Deseos uno de
los mitos sociales más antiguos: la figura de la «seductora diabólica de
atractivo irresistible y de carácter mágico-demoníaco, gracias a los cuales
puede vincular al hombre de manera erótica y desviarlo moralmente y hundirlo en
la desgracia»[3];
en otras palabras, lo que se conoce con el término francés de femme fatale. Así es Constanza o, si más
no, de tal modo la perciben los demás personajes —en un primer momento, incluso
el lector—. Por ello, el objeto del presente trabajo será establecer una
comparación sociológico-literaria entre la Constanza que se rumorea en Brétema
y el origen del mito, la considerada primera mujer fatal de la historia, Lilith,
para intentar demostrar con ello el sexismo de una sociedad universalmente
patriarcal, tanto en la Antigüedad como en la mencionada obra de Marina Mayoral,
y como tal discriminación ha afectado a la figura femenina en la literatura. Lógicamente,
debe advertirse en el proceso el dónde y el cuándo acontece la narración, y
cómo esta ubicación espacio-temporal afecta a todo aquel que se ve inmerso en
ella. Vayamos por partes:
Son muchas las interpretaciones
que se han dado de Lilith a lo largo de la historia y que, posteriormente, han
servido para recrearla en obras literarias y pictóricas. Ausejo, por ejemplo,
en su Diccionario, dice de ella:
«Figura demoníaca femenina, correspondiente al lilîtu babilónico, demonio de las tempestades. Habita en el
desierto o en ruinas abandonadas[4]»[5]. Cirlot,
en cambio, es mucho más objetivo en su aclaración:
«Primera
mujer de Adán, según la leyenda hebrea. Espectro nocturno, enemigo de los
partos y de los recién nacidos. Satélite invisible de la Tierra, mítico. […]
(algunos) rasgos aproximan este ser a la imagen griega de Hécate, exigente de
sacrificios humanos. Lilith personifica la imago
materna en cuanto a reaparición vengadora que actúa contra el hijo y contra su
esposa (tema transferido en otros aspectos a la “madrastra” y a la madre política).
No se debe identificar literalmente con la madre, sino con la idea de ésta
venerada (amada y temida) durante la infancia. Lilith puede surgir como amante
desdeñada o anterior “olvidada”, […] que, en nombre de la imago materna, pretende y procura destruir al hijo y a su esposa.
Posee cierto aspecto viriloide como Hécate, “cazadora maldita”. La superación
de este peligro se simboliza en los trabajos de Hércules mediante el triunfo
sobre las amazonas.»[6]
El origen de este personaje[7] es
un revuelto desidioso de una tradición judía primitiva y una sacerdotal
posterior que trata de explicar cómo, tras la queja de un Adán apesadumbrado por
la soledad[8],
Dios creó a Lilith, la primera mujer, con inmundicia y sedimento (en vez de
polvo puro, como había hecho con la invención masculina). El clímax de la
relación entre varón y hembra llegó a raíz del descontento de Lilith: cuando
Adán quiso acostarse con ella, ésta se ofendió por la postura recostada que él
exigía, a lo que exclamó: «¿Por qué he de acostarme debajo de ti? Yo también
fui hecha con polvo, y por consiguiente soy tu igual». Adán intentó forzarla y
Lilith, al sentirse violentada, se elevó en el aire y lo abandonó. Tres ángeles
enviados por Dios la encontraron junto al Mar Rojo, región que abundaba en
demonios lascivos, con los cuales «mantenía relaciones pariendo cada día más de
cien hijos»[9].
Asistimos, pues, a la construcción discriminatoria a partir de la atención preponderante
al sexo: la creación con polvo puro en contraposición a la creación desde la
inmundicia; las órdenes y la violencia masculinas; una tradición que ha tachado
a Lilith de puta por haber querido mantener relaciones sexuales después de
prescindir de su pareja; etc. En la imaginaría medieval ya se pueden observar
los resultados de dichas consideraciones[10],
y la conclusión que se extrae de Lilith la fija como «icono de la mujer situada
fuera del círculo de lo correcto»[11].
Esta imagen de mujer desobediente se contrapone a la mujer virgen encerrada en
su propio hogar, guardiana de su propia virtud y de la de su marido, pero es
homóloga con la idea que se tiene de Constanza en Brétema, un pequeño pueblo gallego,
de mediados del siglo pasado, incrustado en una sociedad en la que el hombre se
desata violentamente contra la mujer («la huella de los golpes, los moratones
en los brazos, en las piernas, en las manos»[12]),
porque ésta es simplemente, para la época —y desde el Origen del Mundo—, «una
matriz, un ovario; es una hembra, y basta tal palabra para definirla»[13]. Pero,
¿qué circunstancias pueden darse en Deseos
para que se llegue a vincular a una y a otra mujer?
Hemos
apuntado al comienzo que la línea teórica a seguir en el estudio es aquella que
se principia desde lo sexual. El siguiente paso es interiorizar la asimetría
sexual entre varones y mujeres, en concreto los de la España de finales del XX.
El sociólogo Gil Calvo nos descubre la existencia de «una sexualidad biplanar»:
«de
una parte, la sexualidad masculina, incansable devoradora de imaginarias presas
sexuales que poder acumular con ostentación fetichista; y del otro lado la
sexualidad femenina, ofrecida como forma física y figura visual que se exhibe a
la mirada.»[14]
Pero la atracción visual que
pueda provocar una mujer cuya sensualidad sobrepasa a las demás no sólo se
manifiesta en el varón, también en esas otras féminas que la rodean. Constanza
lo confiesa en uno de sus monólogos interiores: «En la mayoría de las miradas
femeninas había envidia, antipatía, desdén. En las de los hombres había deseo,
pero también lascivia, desafío, miedo. Eran miradas turbias, sucias». Aun con
todo, para que no haya malentendidos, el mismo autor agrega:
«Las
mujeres se arreglan para parecer agradables a la vista y resultar, así, dignas
de respeto y estima; nunca, desde luego, salvo obvias situaciones
excepcionales, para provocar la excitación sexual masculina. Pero los varones,
por completo ignorantes y despreocupados ante la forma en que las mujeres se
arreglan, las consumen sin embargo como objetos sexuales visualmente
explotables»[15]
Son las situaciones excepcionales las que configuran el pasado de Constanza
y la redefinen como objeto sexual,
desde ése momento hasta su presente en Deseos.
En un principio, al ejercer la prostitución, aprovecha sus virtudes al servicio
de sus propios intereses:
«era
ella la que abandonaba a un amante para irse con otro más rico o más poderoso,
cosa que me parece un rasgo de inteligencia»[16]
Expone Simone de Beauvoir que
gran parte de las prostitutas están «moralmente adaptadas a su condición»[17],
y prosigue, «eso no quiere decir que sean hereditariamente o congénitamente
inmorales, sino que se sienten, con razón, integradas en una sociedad que les
exige sus servicios». Había de parecer provocativa y seductora, necesitaba
resultar atractiva para poder ocupar con competencia la posición que le ha sido
socialmente asignada:
«Eso
me ha ayudado a sobrevivir en el mundo en el que me ha tocado bandearme»[18]
Mas esta circunstancia se repite
a lo largo de su vida:
«Constanza
(aportaba) belleza y juventud»[19]
El resultado fue una mujer
fetichizada que se constituyó como objeto visual libremente ofrecido a todas
las miradas. Véase el siguiente ejemplo:
«[…]
el sobrino de Pinohermoso. Me miró con provocación»[20]
Incluso el que fue su marido,
Pedro Monterroso, consciente de su pasado y de cómo la sensualidad de su mujer,
hecho surtidor, salpica en otros hombres, declara:
«Me
he casado con una mujer hermosa y me gusta que la admiren»[21].
Esta «explotación visual», la que
compone al objeto sexual, consta de tres fases[22]:
la objetivación, la significación y la reestructuración. Con la primera (objetivación), el cuerpo femenino —entiéndase Constanza— es
contemplado como un espacio articulado, puede descomponerse en sus distintos
elementos parciales: el caer de su cabello, la media luna de su sonrisa, la
oquedad de su cuello. El personaje masculino Dictino configura una perfecta
disección con estos elementos:
«Doña
Constanza se rió de esa manera suya, echa la cabeza hacia atrás y le palpita el
cuello que parece marfil entre los rizos rojos y se le ven todos los dientes
tan blancos y brillantes; se ríe como una artista de cine»[23]
Los fetiches (cabello, sonrisa, cuello),
objetivados como signos sexuales, componen una significación que articula dicho fetichismo como un lenguaje
significativo de signos eróticos, «actúan y funcionan al modo de inscripciones
que recubren, marcan y señalan el cuerpo de la mujer para que pueda ser leído e
interpretado como un mensaje retórico, sexualmente movilizador». Dividido el
cuerpo y condensado a unidades objetivas sexualmente significativas, resulta,
después, enteramente reconstruido (reestructuración)
hasta edificar un objeto sexual dotado de identidad propia y singular:
Constanza. Una de esas unidades objetivas que toma cierta importancia en la
novela —y que acabamos de citar— es el cabello. Simbólicamente, el pelo, sobre
todo el femenino, es una manifestación energética. Sobre dicho elemento Cirlot
interpreta:
«La
cabellera, por hallarse en la cabeza, simboliza fuerzas superiores. […] La
cabellera opulenta en una representación de la fuerza vital y de la alegría de
vivir, ligadas a la voluntad del triunfo. Los cabellos corresponden al elemento
del fuego; simbolizan el principio de la fuerza primitiva. Una importantísima
asociación secundaria deriva de su color. […] los cabellos cobrizos tienen
carácter venusino y demoníaco»[24]
En el arte plástico es relevante la
imagen dada a la mujer con la llegada de los prerrafaelitas: una tensión
erótica que influenciará al simbolismo europeo posterior: «Este erotismo
subyacente y, en más de una ocasión, claramente inquietante, sacará a la luz la
figura de un tipo de mujer tan sensual como extraña, que ya prefigura las
principales características femme fatale de fin de siglo. Los motivos más
recurrentes serán la mirada ausente, la actitud laxa, levemente provocativa, y
en cuanto a lo físico, el cabello abundante, suelto, en ocasiones rizado u
ondulado, habitualmente rojo, y los ojos verdes, fríos, penetrantes»[25].
De las citas anteriores puede extraerse, también, algunas deducciones
igualatorias entre Lilith y la femme
de la novela; recuérdense las palabras del carpintero de Brétema: «rizos
rojos», cabello cobrizo y ondulado.
Son
interesantes, también, otros aspectos que ofrece Chevalier sobre Lilith; puntos
de vista que pueden asociarse con momentos en la vida de Constanza. Véase el
primero de los ejemplos:
«En
cuanto mujer suplantada o abandonada en beneficio de otra (se refiere a Eva),
Lilith representa las iras antifamiliares, la ira de las parejas y de los
hijos; recuerda la imagen trágica de las lamias de la mitología griega. Ella no
puede integrarse a los marcos de la existencia humana, de las relaciones
interpersonales y comunitarias; es rechazada al abismo, al fondo del océano,
donde no cesa de recibir tormento por la perversión del deseo que la aleja de
la participación en las normas. Lilith es “la faunesa nocturna que trata de
seducir a Adán y engendra las criaturas fantasmales del desierto, la ninfa
vampírica de la curiosidad, que a voluntad pone o quita sus ojos, y que
distribuye a los hijos de los hombres la venenosa leche de los sueños”.»[26]
Este fragmento se antoja muy
similar al trato que Constanza recibe en detrimento de la familia Monterroso:
«la gente enseguida me critica y se hace eco de todas las maldades que dicen
tus parientes (dirigiéndose a Hermes) sobre mí»[27]. En
el segundo de los puntos que sobre Lilith plantea Chevalier se considera su condición
de «instigadora de los amores ilegítimos». Véase a continuación:
«Lilith
es también la enemiga de Eva, la perturbadora del lecho conyugal»[28]
Todo habitante de Brétema sabe
algo, por poco que sea, acerca del pasado de Constanza; pero, ninguno de los
personajes sabe con seguridad acerca de la vida de la «viudita», como alguno de
ellos la llama. Cito a Robert Burton: «Una palabra hiere más profundamente que
una espada». De esta manera, puede que nos hagámonos a la idea de lo que supone
cargar durante una vida con un considerable número de agravios: pájara, viuda
alegre, zorra, puta, lagarta. Para una parte de las mujeres de Brétema,
Constanza supone un peligro —dada su belleza y su sensualidad, que ya hemos
comentado—, y más aún cuando se la tiene tan en cuenta por su antigua profesión.
En palabras de Amalia
«Quizá
Constanza no fuese puta, pero cambiaba de pareja por dinero, eso es lo que la
gente comenta, que desde jovencita tuvo amantes ricos, y que siempre fue ella
la que los dejó por otro con más dinero o más poder»[29]
Otras mujeres, lejos de sentirse
en alerta por el riesgo que supondría perder a la persona que aman, apuntan[30]:
«¿Y Constanza? Yo he dado por supuesto que, dado su historial, lo que
le interesa de un chico joven y guapo es el sexo, pero puede ser que me
equivoque» / «Quién sabe, pero dado su historial, debe de estar blindada contra
los sentimientos, o no habría llegado a marquesa consorte»
«era ella la que abandonaba a un amante para irse con otro más rico o
más poderoso, cosa que me parece un rasgo de inteligencia»
«[…] Constanza os parece incapaz de enamorarse. O bien porque la vida
la zarandeó muy duró y la blindó contra debilidades amorosas, o bien porque es
una mujer interesada, que ha utilizado a los hombres para medrar»
La carga del rumor pesa sobre la mujer,
marcada por boca de todos, inclusive la de su propio amador; pues, tal vez, las
suyas sean las declaraciones más jugosas para el análisis comparativo: Héctor, el
último de tres generaciones familiares con las que Constanza mantiene
relaciones —recuérdese, también, que ha enterrado a las dos primeras, Pedro y
Hermes Monterroso, lo que alimenta el tópico de viuda negra, de mantis
religiosa, de femme fatale—, se ve
sumido en la pesada incertidumbre de no tener claro qué le empuja a sentirse
tan atraído por ella, teniendo en cuenta el trato que recibe por su parte.
Véanse los ejemplos:
«te
desespera su indiferencia. Indiferencia no es la palabra adecuada para
Constanza, quizá lejanía, distancia, serían más apropiadas. Sólo en la cama,
sólo en tus brazos la sientes cercana, palpitante y tuya, sólo en los escasos
momentos en que tus besos la llevan a cerrar los ojos y entregarse por
completo…» (p. 112)
«te
excitan sus risas cuando, cansado de sus consejos, la cubres de besos, […],
entonces se transforma en la mujer que tú deseas sobre todas las cosas. Pero
también amas a la Constanza tierna que acaricia tu cara y se preocupa por tu
salud:» (p. 113)
«Juega
contigo, te maneja a su antojo. […] Constanza consigue que te comportes como un
niñato sin experiencia.» (p. 116)
«[…]
le dejó esa distancia, esa indiferencia ante los otros hombres que no son más
que aventuras efímeras, superficiales, en las que puede entregar su cuerpo,
pero en las que su corazón apenas se implica.» (p. 118)
Se observa en Héctor la
preocupación que le suscita depender de su deseo por temor a verse condenado a
la posible perdición de su persona; él mismo se sabe víctima en cuanto al
recelo por Constanza porque es consciente de los destinos fatales a los que otros
hombres han sucumbido. Son las diferentes Dalilas el resultado de una ecuación
histórica de pérfida matemática: la mujer como justificación del mal en los
hombres. ¿El por qué? Figes responde: «La visión que el hombre tiene de la
mujer no es objetiva, sino más bien una inestable combinación de lo que
desearía que fuera y de lo que teme que pueda ser»[31].
Entiéndase la mujer, desde la situación en que el hombre la ha instalado, como
la necesidad del deber-ser y el temor
de lo que pueda-ser. A la respuesta
que Figes nos da, Lorite Mena concluye:
«Ahí
es instalada la mujer con la desconfianza hacia su sexualidad —una instalación
primigenia, instrumental y verbal—: en la ignorancia de su ser y en la
posibilidad de desobediencia que arrastra su diferencia. Un no-ser (ignorancia)
y un no-poder (desobediencia) que en sus reversos constituyen el ser y el poder
de la mujer, concentrados en su dimensión más íntima y más alterante: su
sexualidad»[32].
CONCLUSIONES
La naturaleza divide a la mayoría
de seres por su sexo; solo dos grupos escapan a ello: por un lado, todo
organismo asexuado o hermafrodita, y por otro, el ser humano, que distribuye a
hombres y mujeres por su sexualidad. Las mitologías, la mayoría patriarcales,
ofrecen de manera dictatorial aquello que la mujer debe ser, no lo que quiere
ser. Ese sentimiento de querer-ser es la razón fundamental de toda mujer fatal.
Simone de Beauvoir, por ejemplo, denunció el hecho de que toda mujer sea,
todavía hoy, una «libertad esclavizada». La situación de las mujeres se ve en
desventaja cuando se las compara a las de los hombres. Las singularidades masculinas
van cargadas de una indiscutible superioridad económica, mientras que las
singularidades femeninas no se libran de un complejo de inferioridad porque el
sexo es débil económicamente[33].
El punto de inflexión en la vida de Constanza, como ella misma explica, ocurre
cuando pasa de ser «una mantenida» a una mujer «libre e independiente», aunque
ello haya significado pasar por el matrimonio:
«Jeremy
fue para mí sólo un medio para conseguir la independencia, para situarme
socialmente donde quería estar y ser yo la que eligiese»[34]
Este es el momento en el que se
alcanza la gran similitud con Lilith, la emancipación personal:
«Desde
ese momento, todos los hombres que hubo en mi vida los elegí yo»[35]
BIBLIOGRAFÍA
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Espasa Calpe, 2000, 272 pp.
[1]
Robert Graves y Raphael Patai, Los mitos
hebreos. El libro del Génesis, Buenos Aires, Losada, 1969, p. 75: «El poema
de Gilgamesh da a Endiku características andróginas: “El cabello de su cabeza
como el de una mujer, con bucles que brotan como los de Nisaba, la diosa del
Grano”. La tradición hebrea se deriva evidentemente de fuentes griegas, porque
las dos palabras empleadas en un midrás de Taanak para describir al Adán
bisexual son griegas: androgynos,
“hombre-mujer”. Filón de Alejandría, el filósofo y comentador de la Biblia
helenista, contemporáneo de Jesús, sostenía que el hombre fue al principio
bisexual; y lo mismo opinaban los gnósticos. Sin embargo, el mito de los dos
cuerpos unidos por la espalda puede muy bien haberse fundado en la observación
de mellizos siameses, que a veces están unidos de esa manera embarazosa.».
[2]
Platón, El Banquete, Madrid, Espasa, 2000, p.
239, cuando le ceden la palabra a Aristófanes: «al principio
hubo tres clases de hombres: los dos sexos que subsisten hoy día y un tercero
compuestos de estos dos y que ha sido destruido y del cual sólo queda el
nombre. Este animal formaba una especie particular que se llamaba andrógina […]
tenían todos los hombres la forma redonda, de manera que el pecho y la espalda eran como una
esfera y las costillas circulares, cuatro brazos, cuatro piernas, dos caras
fijas a un cuello orbicular y perfectamente parecidas; una sola cabeza reunía
estas dos caras opuestas la una a la otra; cuatro orejas, dos órganos genitales
y el resto de la misma proporción. […] les inspiró (a los andróginos) la osadía
hasta el cielo y combatir contra los dioses. [… ] Se expresó Zeus: los separaré
en dos y así los debilitaré y al mismo tiempo tendremos la ventaja de aumentar
el número de los que nos sirvan. […] Zeus puso delante aquellos órganos y de
esta manera se verificó la concepción por la conjugación del varón con la
hembra».
[3]
Ángeles González Miguel, “La visión de la mujer en E.T.A. Hoffmann”, en La mujer. Alma de la literatura, de
Evangelina Moral y Asunción de la Silva (coord.), Valladolid, Centro Buendía,
Universidad de Valladolid, 2000, p. 106.
[4]
vid. Isaías 34,14.
[5]
R.P. Serafín de Ausejo, Diccionario de la
Biblia, Barcelona, Herder, 1970, p. 1107.
[6]
Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de
símbolos, Madrid, Siruela, 2007, p. 285.
[7]
Cabe destacar que Lilith, predecesora de Eva, ha sido excluida por completo de
las Sagradas Escrituras; parece, a juzgar por los relatos midrásticos acerca de
su promiscuidad sexual, haber sido una diosa de la fertilidad.
[8]
Graves y Patai, op. cit., p. 72:
«Dios hizo que Adán diese nombre a todos los animales, aves y otros seres
vivientes. Cuando desfilaron ante él en parejas, Adán —que era ya como un
hombre de veinte años— se sintió celoso de sus amores. Y aunque trató de
acoplarse con cada hembra por turno, no encontró satisfacción en el acto. Por
consiguiente exclamó: “¡Todas las criaturas menos yo tienen la compañera
adecuada!” y rogó a Dios que remediara esa injusticia».
[9]
¿Es cristiano ser mujer? La condición
servil de la mujer según la Bíblia y la Iglesia, de Emilio García
Estebánez, Madrid, Siglo XXI de España Editores, 1992, p. 14.
[10]
En la miniaturas de los hermanos Limbourg que representan El Paraíso Terrenal en el manuscrito iluminado del siglo XV, Les très riches heures du Duc de Berry,
se representa una forma zoomórfica, mitad mujer, mitad serpiente, que se
enrosca en el árbol y ofrece a Eva la manzana.
[11]
Golrokh Eetessam, “Lilith en el arte
decimonónico. Estudio del mito de la femme fatal”, edición digital a partir de Revista Signa nº18, UNED, 2009, p. 223.
[12]
Marina Mayoral, Deseos, Madrid,
Alfaguara, 2011, p. 254.
[13]
Simone de Beauvoir, El segundo sexo, Madrid, Cátedra, Universitat de Valencia,
Instituto de la Mujer, 2005, p. 67.
[14]
Enrique Gil Calvo, La mujer cuarteada.
Utero, Deseo y Safo, Barcelona, Anagrama, 1991, p. 107.
[15]
ib., p. 107.
[16]
Mayoral, op. cit., p. 134.
[18]
Mayoral, op. cit., p. 202.
[19] ib.,
p. 134. (en referencia a su matrimonio con Pedro Monterroso, su pasado más
próximo al tiempo presente en Deseos)
[20]
ib., p. 275.
[21]
ib., p. 277.
[22]
vid. Gil Calvo, op. cit., pp. 108, 109 y 110.
[23]
Mayoral, op. cit., p. 15.
[24] Cirlot, op. cit., p. 118
y 119.
[25]
Eetessam, op. cit., p. 238.
[26]
Jean Chevalier y Alain Gheerbrant, Diccionario
de los símbolos, Barcelona, Herder, 2007, p. 648.
[27]
Mayoral, op. cit., p. 270.
[28] Chevalier y Gheerbrant, op. cit., p. 647 y 648.
[31]
Eva Figes, Actitudes patriarcales: las
mujeres en la sociedad, Madrid, Alianza, 1972, p. 15.
[32]
José Lorite Mena, El orden femenino.
Origen de un simulacro cultural, Murcia, Universidad de Murcia, 2010, p.
104.
[33]
vid. Octavio Fullat, La sexualidad, carne
y amor, Barcelona, Nova Terra, 1968, p. 49.
[34]
Mayoral, op. cit., p. 202.
[35]
ídem.